Desde la crisis de 2007 el crédito barato empezó a escasear, dificultando así el acceso al crédito por parte de las empresas y ocasionando la desaceleración de la economía. La irresponsabilidad de los bancos y sus reguladores institucionales, las consiguientes situaciones de quiebra y la desconfianza entre los mismos bancos congelaron los mercados financieros. Esa paralización llevó a los conocidos rescates bancarios (financiados en última instancia por la ciudadanía contribuyente), pero llevó también a la búsqueda de nuevas fórmulas financieras para reactivar la inversión.
La renovación de las megainfraestructuras (en particular las energéticas) es uno de los ámbitos que la Unión Europea considera clave como receptor de esta inversión. Según la Comisión Europea lleva años anunciando, el motivo es, por un lado, lograr los objetivos de la UE en materia de clima y energía para la transición hacia una economía baja en carbono para 2050; por otro lado, avanzar en la interconexión de estas megainfraestructuras.
Así pues, en 2010, en un momento de crisis económica y de severas medidas de austeridad, la Comisión propuso la creación de la Iniciativa de Bonos de Proyectos 2020, precisamente para afrontar los obstáculos de financiación, y la impulsó conjuntamente con el Banco Europeo de Inversiones, un banco público que representa los intereses de los miembros de la UE.
La iniciativa pretende atraer inversores al mercado de capitales, que de otro modo no invertirían en este tipo de proyectos. No obstante, en la práctica, el mecanismo se traduce en el uso de fondos públicos para asumir el riesgo de los inversores de los mercados de capitales, motivándolos así a invertir en grandes proyectos de infraestructuras que de otro modo no serían atractivos.
En el primer proyecto piloto de esta iniciativa, el plan de almacenaje submarino de gas natural Castor, situado entre la costa de Vinarós (Castelló) y Alcanar (Tarragona), el mecanismo funciona para lograr financiación privada, pero en realidad está permitiendo la refinanciación de una deuda privada. El crédito a siete años por valor de más de 1.300 millones de euros contraído por la promotora del proyecto, ESCAL UGS (mayoritariamente en manos de la empresa ACS, de Florentino Pérez), era difícilmente pagable. Sin embargo, el mecanismo permite convertir esa deuda en bonos a 21,5 años, ahora sustentados por el BEI y por tenedores/as de bonos. En el caso del Proyecto Castor, además, una cláusula abusiva dentro del contrato de concesión puede hacer que sea el Estado quien termine pagando indirectamente el retorno e intereses de estos bonos.
Otros proyectos escogidos para ser financiados con este mecanismo coinciden con esta pauta: una inversión privada que pasa a ser doblemente apuntalada por el sector público: a nivel europeo y estatal. Si todo va bien, el beneficio es claramente suculento para la empresa; si algo va mal, puede salirle muy caro al Estado y a sus contribuyentes. Además, la voluntad de atraer proyectos cada vez más sostenibles ha sido puesta en entredicho, ya que entre los nueve proyectos a financiar en la fase piloto hay cuatro autopistas y dos almacenes de gas. ¿Cuáles son entonces los riesgos a los que se expone la población con esta forma de financiación?
En primer lugar, la aceleración que imprime el capitalismo financiero y el mantra del crecimiento asociado a las infraestructuras parecen estar por encima del principio de precaución. El descontrol sobre los procedimientos y las autorizaciones se ha evidenciado en el Proyecto Castor tras los más de 500 terremotos ocasionados en la zona después de la inyección de gas, el más intenso de ellos de 4,2 en la escala de Richter.
En segundo lugar, la opacidad y la falta de democracia en la toma de decisiones. Es altamente cuestionable que estos megaproyectos estén al servicio de la ciudadanía. Las formas de participación ciudadana son obviadas en favor de los mercados, posibilitando endeudamientos milmillonarios con graves impactos ambientales, sociales y económicos. Y, por último, el peligro de los mismos marcos legitimadores de estas prácticas, como las políticas de “seguridad energética” de la UE, que, bajo un supuesto aseguramiento del suministro energético para sus conciudadanos, esconden intereses geopolíticos como, por ejemplo, acabar con la hegemonía del gas ruso, sustituyéndolo por otras zonas ricas en hidrocarburos y de alto interés geoestratégico, como la región del Caspio o el Norte de África.
Así pues, dejar que las infraestructuras se decidan desde la esfera financiera, es decir, consentir la financiarización de las infraestructuras, es dar vía libre a una nueva ola de despojo, acumulación por desposesión y pérdida de soberanía. En la actualidad, podemos encontrar innumerables ejemplos de comunidades severamente afectadas por megaproyectos. Los Bonos de Proyectos 2020 no hacen más que acentuar ese problema, y cuentan al mismo tiempo con un marco jurídico favorable y un poder político que asiente más que nunca, alejándonos de proyectos útiles para la ciudadanía y llevándonos a la deriva hacia megaproyectos pensados por y para los de arriba, eso sí, apuntalados por los de abajo.